domingo, 28 de julio de 2013

Ventana



Había llovido de madrugada, mediaba agosto, llevaba unos años viviendo en México DF.
Esa mañana, desde el segundo piso de la casa de calle Belisario Domínguez en la colonia Azcapotzalco, miraba por última vez  el trajinar de los vecinos, lo que conocía de ellos, el frente de sus viviendas.
Hacia abajo; los árboles tejiendo su  telaraña pendular de sombras sobre el mar inmutable del asfalto. Hacia el horizonte; el manto de chapas extendido caprichosamente por los techos de los varios galpones en la zona.
Dejaba la casa donde no  habitamos  juntos mas que algunos meses, de lo poco que alcancé a leer  sentado en el suelo o sobre el colchón acertando al cono de luz que entraba  por la ventana del dormitorio, (daba al patio trasero y pusimos en lugar de cortinas una tela de la india) recuerdo ´´Todos los nombres`` de Saramago. Entré, salí, me perdí en ese laberinto de  bibliotecas creciendo por las paredes como enredaderas infestadas de nombres, fechas, expedientes, furtivamente despojados de su anonimato en las noches a manos de Don José.
Una suerte del mito de Ariadna mas cercano en el tiempo y en una todavía asible Lisboa, por la que caminaría también tras  un rastro, no un hilo, si no  los pasos desvanecidos del poeta que en su nombre nos contiene a todos, las huellas de lo que miró cuando se sentaba a ver el río que dejaría un tajo de luz en mi memoria, saldría pero no ileso. Aún no lo sabía

Dejaba  la colonia y los años junto a Laura, era sábado, pedí por teléfono un par de taxis, en tardes anteriores nos habíamos separado. El desengaño mutuo y la desconfianza en lugar del anhelo ya eran el alimento de nuestros días como pareja, había despejado y se podían ver las laderas del valle.
Sonó el timbre y me asomé esperando ver los taxis para bajar con las valijas y las cajas, había un tipo  en el portón mirándome, a unos metros su auto subido a la acera con las puertas abiertas y la familia dentro; supuse. Todos sonreían y se miraban ansiosos  esperando algo, como a punto de romper la piñata.
Me pidió pasar, le dije que tenía apuro ,que esperaba de un momento a otro la llegada de los taxis, insistió y  bajé, me contó que esa casa había sido de sus abuelos y parte de su infancia estaba  entre esas paredes, solo quería verla una vez más. Cuando lo mencionó recordé el apellido escrito en el boleto de compra, desde unos ojos ajenos levanté la mirada  y como si  las palabras a mi boca vinieran involuntariamente, dije que bueno, pero rápido. Tenía que cruzar con mis cosas casi toda la ciudad hasta Tasqueña, arreglar el alquiler de la habitación con la seño, (hay joven que manera de bailar tienen en tierra caliente, debería conocer me dijo con una risita eléctrica mientras se ponía los lentes de sol antes de irse por unos días junto a dos amigas hacia el puerto de Veracruz) compartir unos tamalitos verdes con Carlos a modo de bienvenida, él  ya vivía allí. Su amistad generosa y la complicidad para el humor me hacían más llevadero el trago. Luego desandar camino en el metro  hasta el  zócalo donde trabajaba.

Subiendo la escalera se detuvo justo debajo de un travesaño de madera que estaba  sobre el recodo, a él por su altura le obligó a torcer el cuello, no en mi caso.Esa detención que hubiera supuesto mínima, no lo sería. Quedó inmóvil observando ese espacio  y después de unos  instantes  que me parecieron la abolición
del tiempo, empezó a relatarme con palabras entrecortadas que ahí mismo su abuelo lo lanzaba hacia arriba y jugaban a que tocara con sus manitas de chavito de cuatro a cinco años el travesaño de madera, a veces me daba un golpe y lloraba un poco; dijo.
Ahora mismo tenía los ojos como el cielo de última hora, rojizos a punto de soltar lágrima, le alcancé un pañuelo de papel y un vaso con agua para mitigar el ahogo y el aluvión de recuerdos que este perfecto desconocido me arrojaba escalera abajo.
Me iba, dejaba una vida posible, se acortaban las distancias hacia lo que vendría, hubiera pagado por un abrazo y una palabra, no tres, ni dos, un abrazo como el que le daba sin poder rodear del todo el ancho de su espalda, casi en puntas de pié.
Entendí a miles de kilómetros de esa mañana,  que dentro de aquel cuerpo enorme casi desfondado, latía mudo y desierto el hueco dejado por el chavito sin abuelo, ni chichones en la frente. Otra vez la voz ajena, tranquilo; dije.

Llegaron  los taxis, el tránsito del periférico marchaba fluido, solo recuerdo algunos gestos del chofer, vagamente el estampado de su camisa, pero ignoro si hablamos y de qué. Durante el resto del día se vieron con nitidez inusual los bordes de la ciudad, incluso el Ajusco.

R.C 2013