Una de las cosas que mas me gustan es caminar mientras leo
un libro o al revés. Riéndome solo, si la idea más seria y perfecta no arranca una sonrisa o hace bajar los párpados,
rascarse la cabeza o morderse el labio Inferior, no quedará mucho tiempo
grabada en la memoria. Cerré y puse bajo el brazo ´´Las Ciudades Invisibles`` de Ítalo
Calvino, antes de bajar las escaleras.
La estación Pacífico del metro de Madrid un sábado a la
tarde se convierte en un enjambre humano, todas las estaciones donde cruzan dos
o mas líneas en cualquier ciudad grande resultan un lugar difícil de transitar,
poco aire, menos espacio y la sensación que ante una emergencia es improbable
poder obrar por si solo ni evadirse de la gran criatura que formamos todos esos
miles de puntitos llevados dentro de una corriente subterránea.
Había comenzado el recorrido en la estación Usera de la
línea 6 circular y por fin ya estaba en el andén de la línea 1 celeste, que tomaría en dirección a la estación de
Antón Martín. Abrí otra vez el libro,
miré por el túnel y no se veía el tren, trataba de ubicar la marca que había
dejado en la página 94, cuando sentí una presencia mas cercana que las muchas
otras que colmaban el andén, tuve que mirar incómodamente hacia arriba para
llegar al rostro que había encima de aquel cuerpo, tenía su mirada clavada en
dirección a mi, pero dudo que me viera claramente, el aliento a alcohol que
despedía hubiera resucitado a un batallón entero recién caído bajo la metralla,
a su lado había otro, no tan alto ni ancho, igualmente de unas proporciones
desmesuradas al común de los mortales que transitábamos la estación.
Él empezó a balbucear palabras que no podía entender, supuse
primero que por la borrachera pero además era otro idioma, con total
desconocimiento deduje que era el ruso, la única frase que conozco en ese idioma
es Ya lyublyu teyebya que significa: te amo.
Algo me indicaba que ese no era un buen comienzo, hasta
que él a pesar de su condición inestable pronunció algo que sonó a laguna,
cuando lo repetí para ver si le entendía afirmó con la cabeza, la estación
Laguna es de la línea 6 circular que acababa de dejar a mis espaldas en
dirección opuesta.
Cuando interiormente iba a organizar las frases y gestos para indicarle como llegar al andén
correcto, percibí que la empresa estaba destinada a fracasar desde un principio. Esos
dos metros de persona y la colección de cicatrices-(pensé por un instante que
él pudo haber sido un mercenario en la guerra de los Balcanes, o un campesino
arrasado por las huestes occidentales de la ONU, daba igual que cosa pudiera
imaginarme, aún la más cercana sería superficial e incompleta)- en su cara eran
la fachada de una mirada que estaba como
ellos, perdidos, a punto del derrumbe.
Lo tomé de la mano y empecé a caminar para desandar todos
los pasillos y escaleras que acababa de sortear, él a su vez llevaba del mismo
modo a su compañero, al que no habría de oírle siquiera el tono de
voz. La escena vista a cierta distancia
sería absurda, sobresaldrían las cabezas
de dos Goliat por encima de cientos de transeúntes liliputienses, impulsados hacia adelante por un guía
invisible, que era David en versión reducida.
Mas adelante iba a leer en un libro de M.Berman la descripción de las dimensiones monstruosas
de la fundación y construcción de la Ciudad de San Petersburgo en 1703 sobre un
pantano, bajo las órdenes del Zar Pedro I, su idea megalómana consistía en construir una ciudad que superara por mucho en dimensiones
a Moscú y así refundar bajo su nombre el pasado y el futuro de Rusia. Después
de una década había sobre el antiguo lodazal 35.000 edificios y diez años mas tarde 100.000
personas, el hombre había vencido a la naturaleza hostil y de paso a 150.000
obreros acabados en la epopeya.
Solo esa matriz histórica podía explicar las dimensiones y
el aspecto rocoso de él, por ahora seguirá siendo él.
Una vez en el andén correcto el compañero se apoyó en una
columna y él puso sus dos manos sobre mis hombros, no sé si su borrachera había
bajado un poco o por lo que fuera empezábamos
a entendernos, algo, pero mas que la nada inicial, me preguntó de donde era, le
dije Argentina suponiendo que difícilmente pudiera ubicarla y salirse del
genérico dado por el idioma, sin embargo sus ojos emitieron algo parecido a una
mueca de sonrisa y dijo, ¡ah! ¡ah! Maradona, si, si le dije con la cabeza, eso
mismo, pregunté su nombre y él a mí, entendí Pyotr, no sé al día de hoy con seguridad si existe tal nombre.
Llegó su tren, nos abrazamos y nos despedimos como si
tuviéramos motivos para lamentar la certeza de no volver a vernos, en nuestra mirada sostenida se evaporaron por completo las distancias del lenguaje y la que hay entre Rosario y la ciudad Rusa donde el haya nacido.
Otra tarde pero aquí en Buenos Aires, tres años después,
mientras pintaba y arreglaba el techo del departamento donde aún vivo, puse un
pliego de papel misionero en la pared y con los muy pocos materiales de que
disponía empecé lo que al cabo de un par de días sería una pintura, como
siempre cuando empiezo una no sé a donde me llevará, o si llegaré a algún lugar
reconocible. Durante esa semana desayunaba, comía, cenaba, leía en presencia de la pintura aún
sobre la pared sostenida con cinta de papel, hasta que por fin en un momento
supe que lo que había surgido bajo la forma de esa pintura era el paisaje de
lluvias y distancias marcadas por la pérdida y el destierro que gritaban
silenciosos los ojos de Pyotr desde un pantano abismal; y la luz que había dejado en los míos.
Cuando salí del metro y retomé la lectura de la página
94 el único párrafo de esa carilla era:
Marco Polo describe
un puente, piedra por piedra.
-¿Pero cuál es la
piedra que sostiene el puente?
-pregunta Kublai Kan.
-El puente no está
sostenido por esta piedra o por aquélla- responde Marco-, sino por la línea del
arco que ellas forman.
Kublai permanece
silencioso, reflexionando. Después añade - ¿Por qué me hablas de las piedras?
Es solo el arco lo que me importa.
Polo responde – Sin
piedras no hay arco.
R.C 2013